domingo, 10 de febrero de 2008

Sin nombre

Oculto en un pliegue, detrás mismo de todo y de todos, pero justo por delante y por el otro lado me encuentro yo. Existo a partir de que me nombro sin nombrarme y que me cuento sin decirlo todo. Sabéis de mí, como sabéis de vuestra propia existencia y me teméis más que a la muerte. He reinado sobre ella, pero también sobre vosotros y permanezco desde antes que exista el tiempo. Mi dominio es simplemente la totalidad. En este lugar, que es a la vez todos los lugares, me paseo incansablemente harta de inmortalidad. No podéis verme pero sí sentirme y es ahí donde me siento abominable. Les amo y les detesto con el mismo fervor cuando intentan vestirme con sus vidas y sus ornamentos. Les he visto nacer, criarse, construirse una realidad apresurados por lo finito de su existencia, generando civilizaciones y trabajos y sueños y futuros.
Los escribas me han llenado sobre un papel blanco, los artistas me han colmado de mundos, los hombres se han reproducido incansablemente para salvarse de algún modo, y el tiempo que habéis creado se deshace en mí.
Un instante les es dado, cuando recostáis su cabeza sobre una almohada y veis toda vuestra obra y todo el mundo. Entonces buscáis un motivo, una noción mínima, algo a que asirse, algo para dejar que no se convierta en un templo ruinoso que el paso del tiempo convierta en polvo.
Admiro vuestra obstinación y vuestro absurdo, mientras veo un príncipe en palacio, demorado en un espejo que reproduce todas sus riquezas y me piensa, a una mujer rodeada de múltiples laureles y conquistas que me siente , a una multitud de ingenieros que calculan una obra milenaria y me sospechan, a incontables multitudes anónimas que se preguntan al mismo tiempo adonde van.
En todas las respuestas esta mi nombre. La nada.





Gustavo Iarussi
El principio y el final
Como inducido por un profundo sueño largamente deseado, un hombre estaba a punto de morir y recordaba. Primero fue una imagen de sí mismo sobre una cama de hospital y luego un rodeo de personas que murmuraban a su lado. Sintió entonces una profunda sensación de ingravidez y voluntaria entrega.
Intangible, solo siendo desde su mente, una a una fueron proyectándose imágenes obstinadamente cronológicas de su yo material.
Inmediatamente después de haberse visto postrado en esa cama, pudo distinguir su figura ya no recostada sino de pie, escuchando atentamente las explicaciones de un señor de guardapolvo. Alguna recóndita resistencia mental intentaba denodadamente regresar al punto de la postración, pero una fuerza involuntaria se lo impedía. Su mente era un disparador implacable de imágenes regresivas.
Se vio entonces en la calle conversando con una mujer de rostro apesadumbrado. Luego con esa misma mujer sentados en un banco de una plaza, el tomándola entre sus brazos y besándola como si fuera el último beso, saliendo inesperadamente de una oficina, participando de un mitín de multitud incalculable, observando lascivamente las piernas de su maestra de quinto grado, tomando la leche en la cocina, a su padre arreglando en el fondo un mueble viejo y desvencijado y a su madre arrullándolo entre sus pechos.
De ese arrullo placentero pasó a verse introducido entre dos piernas sanguinolentas que lo llevaron a desembocar en un estanque repleto de tibieza y de silencio. Sentía la extraña sensación de ir hacia delante yendo hacia atrás.
Algo hizo que saliera despedido del estanque placentero para ser absorbido por otro espacio y otro tiempo. Vestía ropaje de fina confección y veíase escribiendo sobre un escritorio un idioma que no alcanzaba a descifrar en su visión de los signos, pero parecía dominar. No reconocía su rostro pero si sus pensamientos. Estaba viejo.
Imprevistamente, su aspecto volvió a mudar. Era joven e insolente, de cuerpo bravío y amenazador. Empuñaba una enorme espada y un rostro desencajado por la furia. Le rodeaban rostros desconocidos llenos de barro, sangre y gritería. Sentía un sudor masivo y lascerante y su espada marcaba surcos que le abrían camino entre la multitud histérica y desorbitada. Su visión entonces se nubló y la jauría salvaje de hombres que le circundaban desapareció. Hubo un instante mínimo, premonitorio de un vértigo. Cierta velocidad indefinible, cierto doblez temporal hizo que pronto se viera caminando con paso cansino y encorvado sobre una meseta de dudosos límites, provisto de un palo y un apetito ancestral.
Pudo entonces vislumbrar un reptil tan grande como su languidez. En cuestión de segundos lo estaba devorando. Satisfecho ese primitivo instinto en el que ahora se reconocía, se puso de pie y prosiguió su marcha. La escena siguiente le ofreció la posibilidad de ver a ese mismo primitivo, encorvarse aún más y deformársele las facciones al tiempo que una espesa vellosidad le cubría todo el cuerpo. Como si de un proceso molecular arrollador se tratase, vio al primate arquearse en una dolorosa flexión y buscar la tierra para arrastrarse. Los pelos que le cubrían el cuerpo comenzaron a mutar en escamas y las piernas se retrajeron tanto que la única forma posible de trasladarse era al ras de la tierra. La criatura entonces desesperó por acercarse al agua. Una vez divisado su animal deseo, se sumergió. Sus extremidades volvieron a retraerse y en su lugar florecieron unas aletas que ahora le permitían desplazarse a toda velocidad. Sin embargo este estado no duró en su visión más que unos instantes. Su cuerpo empezó a empequeñecerse hasta el punto de ser un vago microbio que se dejaba llevar por las corrientes de agua. En uno de estos vaivenes , su insignificante materia se detuvo sobre una piedra del lecho marino. En el limbo de su estado minúsculo, pudo percibir como el nivel de las aguas bajaba abruptamente hasta que el cuenco que la contenía se secó. Su conciencia, aturdida por la velocidad incontenible de mudanzas eclipsaba su visión y su mente ya no podía atrapar, al menos por un instante, todo lo que le ocurría.
La piedra sobre la que yacía su minúscula presencia comenzó a resquebrajarse y la tierra a rugir. Un temblor abominable atravesó la superficie por los polos y la partió en dos , al tiempo que sus abrasadoras entrañas eran arrojadas con furia hacia el espacio. Las dos mitades comenzaron entonces a enfriarse y navegar a la deriva y él ya no pudo verse.
En ese preciso instante un señor de guardapolvo blanco cubría un cuerpo con una sábana.